martes, 1 de marzo de 2016

Botella de incertidumbres





La práctica repetida —o más bien, el sobre entrenamiento diario— la ha transfigurado en rutina, lo rutinario en costumbre, y esta, en un ejercicio casi identitario del día a día de cubanas y cubanos que, a falta de medios propios, acuden a ella como válvula de escape en busca de un aventón a su jornada.
Cual augurio de lo que vendrá después, a medida que el sol avance, desde tempranas horas de la mañana un maratón de gente va en su captura. Cual santo grial de una mayoría que deposita en ella sus esperanzas, se dibuja incierta pero optimista, como quien aventura su fortuna al mar en una botella atestada de emociones, esperando a que alguien la encuentre y pueda entrar en resonancia con él, y con las necesidades ahogadas en un papel.
Desayuno para muchos, prueba de estrés para muchos más, hay en este ejercicio cotidiano algo de místico y avieso; una especie de acto unívoco de fe en los demás y en lo que tienen para dar a este, su mundo, y a nosotros, su gente. Botella, autostop, aventón. Nomenclaturas diversas, protagonistas inverosímiles e historias novelescas que, en la peor de las versiones, concluyen con uno jugando a ser Dios, detrás de un volante, y otro sufriendo a ser el simple mortal “de a pie”, con necesidades insatisfechas—e invisibles por momentos— y en espera ahora de un buen samaritano que le tienda, sin reparos, una mano.
Historias que en el mejor de los casos, terminan con uno sensible a la realidad de otro, y ese otro, comenzando la jornada con buena dosis de esperanza en el que decidió abrirle una puerta y compartir un pedazo de día mientras dura el viaje.
Una vez allí, en un asiento vecino, nace otra historia. Y las hay de todo tipo. Desde el conductor amable, además de sensible por haber accedido al aventón, o del que averigua tu árbol genealógico y te pide tu currículum abreviado, aunque sea solo por la manía casi genética de “preguntar por preguntar” . Hay también “botelleros” de todo tipo: desde los inmutables, hasta los que no saben cuándo callar (a veces inconscientemente, para no parecer descorteses). Y también cargan con todo tipo de objetos y sustancias a cuestas, que no pocas veces hacen repensar a los choferes en lo apropiado o no de haberlos adelantado.
Hacer “botella” implica, además del adagio optimista, agilidad, destreza. Una carrera por la supervivencia en una vía que conduce a tu meta más inmediata. Un ajuste moderno de la teoría darwiniana del más apto, al ritmo del pestañear tricolor de un semáforo. Si eres mujer y joven, quizá tengas más suerte. Aun­que nada es verdad absoluta en este mosaico de incertidumbres, almacenadas en una botella.
Hay quienes apelan a ella por comodidad, escapando a los olores coleccionados involuntariamente en los ómnibus articulados, donde se pierden las fronteras del espacio y la gente se acolchona sin miramientos. Hay quienes no tienen de otra, sea por los limitados resquicios de conectividad de su ruta con los medios de transporte público, el insuficiente número de estos, o porque simplemente la cuenta a fin de mes no le da. Las causas pudieran ser muchas otras, pero igual devienen calco y copia de la aún chocante y, al mismo tiempo, esquiva fórmula transportista para garantizar, de una buena vez y sin mayores aplazamientos, la movilidad de los pasajeros.
Y escribiendo del tema, no pude evitar hallarme virtualmente de nuevo frente a aquel semáforo una tarde de lunes en la intersección de 20 de mayo y avenida de Independencia, con la premura y las responsabilidades agolpadas, y el tiempo limitado para recoger a mi hija, que nada entiende aún de esta alocada aventura diaria —ida y vuelta— entre la casa y el trabajo. Yo, en la desesperación controlada que cuaja en su rostro el resignado, en una reacción casi automática giré la mirada, del semáforo hacia la calle a mi espalda, para advertir otras oportunidades sobre ruedas. Era mi momentum, tenía 45 segundos. Él, anticipado, como quien tiene miedo de que le pregunten, reaccionó alérgicamente a mi mirada, sin siquiera haberle preguntado si iba en mi misma dirección. Sacó medio cuerpo por la ventanilla del conductor y con la mano libre pronunció un NO rotundo y frío.
Definitivamente era adivino, sabía para dónde yo iba. Pero un adivino en un carro estatal, con una misma respuesta ensayada de memoria, sea cual fuere mi pregunta, aun cuando sí iba muy cerca de mi destino.
Por suerte, unos metros a su derecha, estaba ella. Yolanda, como la de la canción. Una señora que, indignada por tanto melodrama de él en menos de 30 segundos, decidió desviarse para darme el tan anhelado y, entonces, utópico aventón.
Por desgracia hay muchos como él, de la especie de los que se enseñorean con el rédito de un bien material y creen que estarán siempre detrás de un timón, incluso si es de propiedad estatal, y estatal —en su acepción socialista cubana— implica “poder del pueblo, representado por el Estado”. Por fortuna, también hay muchas personas como ella, dispuestas a leer tu náufrago mensaje de SOS y poner término, hasta que te sorprenda una nueva travesía, a las mil y una incertidumbres acopiadas en tu botella.
Tomado de Granma.


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