domingo, 27 de marzo de 2016

Una apuesta equivocada




Soy hija del periodo especial. A mí, como a los de mi generación, me tocó venir al mundo justo en el momento en que se vislumbraba el fin de la Unión de Repúblicas Socialistas So­viéticas (URSS), y empezaba para la isla de Cuba una prueba de fuego, con el objetivo de mantenerse en pie en medio del complejo escenario internacional y de las acciones oportunistas del imperio para asfixiar nuestra economía.
Es cierto que apenas recuerdo aquellos años. Solo tengo de ellos la imagen estructurada por las anécdotas de quienes presenciaron el rotundo cambio en el orden internacional. Por consiguiente no tengo memoria alguna de la época en que los precios no resultaban una preocupación y mucho menos, de la abultada lista de productos que engrosaba las páginas de la libreta de abastecimiento. Sin embargo, tuve una infancia muy feliz.
A pesar de las carencias materiales y la difícil situación económica del país, los niños de entonces no padecimos hambruna, no dejamos de asistir a la escuela ni de recibir puntualmente las vacunas que garantizaban para nosotros una vida sana. El Estado cubano nunca priorizó ningún interés económico en detrimento de su pueblo, no hubo despidos masivos y las instituciones creadas por la Re­volución para beneficio de todos, jamás cerraron sus puertas. Fue por eso que el pueblo decidió seguir adelante y no renunciar a todo aquello que tanto sacrificio costó.
Para ese entonces aún me colmaba la inocencia, pero aprendía cada día del esfuerzo conjunto, de la voluntad por sacar adelante el país. Ese empeño se materializaba en nuestros padres, vecinos, maestros, en fin, en la sociedad toda. Nada más noble que el bregar de la gente humilde, común, que decidió es­tar junto a su Revolución en las buenas y en las malas.
Así pasaron los años más difíciles y los noventa quedaron en el recuerdo como otra batalla de resistencia. Cuba siguió adelante ante los ojos hambrientos de los buitres que cuchillo y tenedor en mano, esperaban el festín del fracaso revolucionario.
Entonces es cierto, mi generación no vivió antes del triunfo, no subió a la Sierra Maestra, no empuñó un fusil ni vivió el júbilo de aquel primero de enero de 1959, pero nos nutrimos de la savia de la perseverancia, la dignidad y el valor de quienes nos antecedieron.
Fuimos partícipes de la batalla ideológica por el regreso del niño Elián, alzamos nuestras voces por la liberación de los Cinco y hemos sabido ocupar un lugar protagónico en el crecimiento de esta sociedad. Como co­rresponde a cada momento histórico, decidimos ser hijos de nuestro tiempo para dejar una impronta, un legado matizado por la evolución constante que no podemos negar y de la cual somos parte indisoluble.
Como cualquier joven, en cualquier épo­ca, hemos sido asaltados por el ímpetu, la visión creativa y renovadora, las ganas de hacer de Cuba un lugar cada día mejor desde nuestra propia perspectiva. Sin embargo, ese proceso normal en el curso de la vida, esa necesidad de hacerse sentir, no ha representado, ni lo hará jamás, una ruptura con los idea­les de la tierra en que nacimos y mucho menos, una renuncia al legado histórico que portamos como sello distintivo de cubanía. Ser joven es sinónimo de experimentar, de forjar el carácter, de equivocarse para aprender de los errores.
Mi generación usa piercing, tiene algún que otro tatuaje. Mi generación ama la tecnología, ha sido penetrada por el bichito de las redes sociales y como lo fueron todos alguna vez, es rebelde y contestataria; pero mi generación no es desagradecida y muchos menos enajenada si se trata de la realidad de su país y el mundo.
Ese es el motivo por el cual nos causa in­dignación que los detractores de nuestra Isla apuesten por los jóvenes para hundir al socialismo cubano. Somos agentes de cambio, sí, pero no del tipo que intentan proponernos, con modelos importados, con supuestos de­rechos humanos que son solo una fachada en discursos políticos.
La juventud cubana lleva sobre sus hombros la responsabilidad de darle continuidad a una obra sin precedentes y esa realidad, ennoblece profundamente nuestros corazones. Nos gusta vivir en Cuba, en esta, tal y como es.
Que nadie apueste por nosotros para im­plantar un orden contrario a la patria de Fidel y de Martí. Quien aún lo haga, esperanzado en nuestra “falta de compromiso” con la realidad cubana, buscará en el lugar equivocado, pues sabemos perfectamente el papel que nos co­rresponde en la historia, y tenemos claro el ca­mino que debemos transitar para ocuparlo.
Tomado de Granma

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