lunes, 14 de marzo de 2016

Ser bueno



Por: Madeleine Sautié




Cuando a los 75 años de edad y con una incólume obra plena de generosidades, pensó que iba a morir, me dijo: “¡Sé buena, vale la pena!”. Esas palabras de nuestra Teresita Fernández, que vivió un poco más, porque el tremendo malestar de entonces no le quitaría en el acto la vida, son una de esas divisas que apuntan a la conducta, y requieren examen antes de actuar.
Impresionada por la sentencia que me prescribió en aquella visita que hice a su casa, cuando parecía que emitía sus soplos finales, no paraba de pensar en su vida, dedicada a cultivar el espíritu ajeno, sembrando en generaciones completas, con la magia de su canción, el gusto de ver robustecido aquello que hemos cuidado, ya fuera un gato, un pez o una flor.
“Vale le pena”, repetía, entre bocanadas del humo de un tabaco que interminablemente fumaba, y así se me antoja siempre, en cada decisión que debo tomar, en las reacciones felices, en los desencuentros.
La hondura de sus canciones, asimiladas en la infancia mientras suavizaban y fortalecían la voluntad, la educación que recibí, y mi ex­periencia de vida me hicieron saber que ser bueno es mucho más que hacer de vez en cuando algo noble, que no se es hijo de esa virtud solo por tener destellos de indulgencia como los siempre citados ejemplos de ayudar a la ancianita a cargar la jaba pesada o al ciego a llegar hasta la acera de enfrente.
No se es bueno solo por llevar un regalo a alguien que conocemos, o con el que trabajamos porque cumple años, o por cederle en un momento determinado algo que nos solicitó. No se es generoso por asentir a todo lo que se nos dice por temor a expresar nuestro criterio, o a ser desaprobados, ni por creernos que siendo amigos de absolutamente todo el mundo —que es no serlo de nadie— recibiremos el calificativo de buena gente, que con tanto beneplácito se recibe.
No basta ir al velorio porque falleció el fa­miliar de aquel al que constantemente se le pone zancadillas, se desvirtúa deshonrosamente, o se le hace un mal porque sí. Ni porque un día no te burles de la desgracia ajena o de la mala racha que a otro le tocó, si se trata solo de tu actitud de un día.
Para ser bueno no será suficiente tener gestos decorosos con los que hicieron algo por ti, díganse familiares, conocidos, gente, si no forman parte de una conducta inamovible que mantiene a puerta cerrada bajezas y mezquindades.
El medidor que puede darnos el resultado más exacto de lo que en materia de bondad somos está en uno mismo. La voz interior no falla, y en el silencio que dentro de uno tiene lugar, su rigor puede convertirse en un ruido insoportable, cuando se sabe que se fue injusto, que se actuó con crueldad.
Tan crucial es el bien que su fuerza en acción, o su total ausencia, congrega o destruye familias, u otros grupos humanos, en los que sus integrantes, o pueden emprender proyectos colectivos animados por el estímulo solidario de los otros, o simplemente el efecto del mal termina disipando llamas —díganse iniciativas a veces imperiosas— que pudieron ser hogueras.
Ser o no ser: he ahí la cuestión. La libertad de escoger posturas propias es un derecho. Pero de ese gusto hondo que deja actuar con limpieza, o con la desfachatez del daño, nos hablará inevitablemente aquel juicio “oportunista” que nos traerá siempre la cuenta, en cuanto pongamos la cabeza en la almohada
Tomado de Granma

 




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