Mi casa
tiene un mobiliario heterogéneo. Algunas piezas son centenarias. Casi todas
exigen reparación. Los libros se amontonan por todas partes. En ese ambiente me
reconozco, porque guarda una estrecha correspondencia con mis rasgos
característicos y con mi historia personal. No llegaron todos de una vez.
Recuerdo las circunstancias que los fueron juntando. El librero redondo fue
encontrado en una de esas instalaciones antes llamadas rastros, donde se
acumulaban toda clase de objetos, dejados como garantía por un préstamo garrotero.
La repisa exhibe todavía su brillante barniz original. Me ha seguido a todas
partes desde 1940.
No pretendo imponer a todos este modelo con
toques de una vida bohemia que nunca existió. Pero me aterra la monotonía en
serie que hace previsibles las salas y los dormitorios donde entraremos por
casualidad un día, con sus sofás y butacas y mesita acompañante dispuestos de
la misma manera. La facilidad con que nos deshacemos de objetos valiosos y
adquirimos, si nos alcanza el dinero, el conjunto que ofrece la shopping,
similar al del vecino y señal tangible de bienestar económico o de estatus
social, sin tener en cuenta los dictados del clima o la familiar sabrosura del
hogar. La obsesión por las apariencias ha estimulado la fabricación en serie de
columnitas de yeso carentes de valor o estilo que se van extendiendo a lo largo
de la Isla.
No rechazo
el espíritu de modernidad. Me resisto a considerar la especie humana hospedada
en colmenares idénticos, al margen de contextos culturales específicos. Siempre
hubo arquitectos que diseñaron mansiones, jardines, y artesanos que trabajaron
la madera, la cerámica y los enseres necesarios para la vida doméstica. En Cuba
pudimos contar con una excelente tradición de ebanistas y herreros. Hacían
obras por encargo de clientes de alto rango. Los pobres se reducían a lo
elemental para dormir y, si acaso, para comer.
En el siglo
XX, se produjo el desarrollo del diseño industrial a gran escala. De acuerdo
con las posibilidades de la Isla, a partir del triunfo de la Revolución, se
reconoció la importancia del diseño. El gran salto hacia adelante se manifestó
de inmediato en la gráfica que modificó la imagen de libros y revistas de
reconocimiento nacional e internacional. La calidad del cartel cubano
contribuyó a difundir modelos de gusto. Muchos jóvenes lo incorporaban a su
entorno de mayor cercanía, porque los paradigmas se establecen mediante la
presencia compulsiva de la visualidad. Así ocurre con los modos y modas del
vestuario, de los implementos domésticos, del mobiliario y aun del valor
reconocido de los materiales empleados. El plástico entró a la vida común por
la puerta trasera, de manera casi vergonzante. Los primeros artículos se
impusieron por razones de orden práctico. Fáciles de lavar, se secaban pronto y
no exigían el uso de la plancha. Subsistía el prestigio de cuanto nos había
entregado la naturaleza, cada vez más escaso: la seda y el algodón, las maderas
preciosas. Ahora, el plástico lo ha invadido casi todo, hasta el punto que
muchos desechan las antiguas puertas de cedro o caoba bien barnizadas en favor
de sustitutivos de menor calidad, encandilados todos por una falsa noción de
modernidad.
Allá por los
60 del pasado siglo, Celia
Sánchez Manduley auspició
algunos proyectos de desarrollo cercanos a la proyección de un diseño que
conjugara tradición y modernidad, cubanía y sentido utilitario. Pocos saben que
la heroína de la Sierra y el llano se había formado en un ambiente propicio al
crecimiento del arte y la cultura. Su padre, el doctor Sánchez Silveira, mantenía
relaciones estrechas con la muy activa intelectualidad manzanillera, de ideas
avanzadas en la política y en la creación artística. Desde Manzanillo, Orto, la
más resistente entre las revistas culturales cubanas del pasado siglo,
irradiaba hacia el resto del país.
En ese
contexto, Celia refinó su sensibilidad humana y estética. Para suavizar el duro
perfil arquitectónico que alberga al Consejo de Estado, el pintor René
Portocarrero realizó un enorme mural de cerámica, canto a la naturaleza en
armonía con los espacios de verdor único traídos de la Sierra Maestra. Modesta,
eficaz, atenta a los detalles, se preocupó por unir lo útil y lo hermoso en la
ejecución de las obras que se le confiaron. La ambientación del Parque Lenin
incluyó el encargo de los originales platos de cerámica para una de las
cafeterías. Con el auxilio del diseñador Gonzalo Córdoba, abrió un pequeño
mercado de élite en Europa para un mobiliario concebido y hecho en Cuba. Eran
acciones en pequeña escala que intentaban ir abriendo caminos.
En la
actualidad, el diseño influye cada vez más en la vida cotidiana, modela gustos,
afirma valores y, de esa manera, permea el comportamiento de las personas. En
Cuba, el Instituto Superior de Diseño ha egresado generaciones de profesionales
insuficientemente utilizados para mejorar el ambiente que nos rodea y la
calidad de la producción nacional. Mucho se discute acerca de la apropiación
inadecuada de las modas. Con mucha frecuencia se toma como modelo el vestuario
del mundo del espectáculo, nunca apropiado para el andar de todos los días. La
televisión podría proponer paradigmas a través de los dramatizados, combinando
el indispensable toque de modernidad con la adecuación al medio en que se
mueven los personajes, a sus edades y a su complexión física. Similar enfoque
puede aplicarse a la imagen de los interiores, no necesariamente lujosos, sino
prácticos y funcionales, así como mostrar ejemplos del mejor uso de los
espacios disponibles.
Algunos
rasgos identitarios nacen de la relación con el clima. Los viajeros del siglo
XIX observaban que, sin alejarse de los lineamientos de la moda, las mujeres
aligeraban su ropa y las ventanas se mantenían abiertas hacia la calle,
acrecentando el intercambio entre el adentro y el afuera, entre el espacio
privado y el público. Las avenidas con portales ofrecen sombra y refugio seguro
ante los súbitos aguaceros tropicales. Las comidas proceden del mestizaje y de
la historia social del país. La yuca viene de los aborígenes. La tradición de
las carnes saladas procede de la necesidad de conservar los víveres en ausencia
de hielo, nevera o del más tardío refrigerador. De lo impuesto por la necesidad
derivó la costumbre que se convirtió en tradición. La expansión urbana del
siglo XX introdujo un nuevo diseño en la ciudad. La sombra acogedora de las
calles estrechas encontró un sustitutivo en el denso arbolado, víctima ahora de
un sorprendente afán destructor.
La crítica
situación de la vivienda y la escasez de mercancías disponibles limitan las
opciones en el vestir y en el amueblar. Contribuyen a hipertrofiar el atractivo
de otros modelos, propician la tendencia a la homogeneidad y activan la
tentación por marcar diferencias en lo que se tiene o en lo que se quisiera
poseer. Pensando en el futuro, vale la pena recordar que lo pequeño hace lo
grande. A escala territorial, pueden identificarse materias primas útiles para
ir sentando las bases de una producción, creativa en su diseño, que satisfaga
demandas del mercado interno y pueda, quizá, sustituir importaciones en algún momento.
Mucho debatimos acerca de las perversiones del gusto, de la invasión de la
banalidad y los atractivos del consumismo. De la formulación abstracta de los
problemas, hay que pasar al análisis de sus causas para ir andando en la
búsqueda de soluciones. Todo no podrá hacerse de un solo golpe y tampoco a
nivel macro. A tenor de la contemporaneidad, tenemos que construir nuestros
paradigmas apuntando siempre hacia las demandas de una cotidianidad inspirada
en un apetecible modelo del buen vivir. (Tomado de Juventud Rebelde)
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