lunes, 1 de junio de 2015

Los 15, una sola vez. Por Lilibeth Alfonso Martínez



Dicen que los 15 solo se viven una vez, y con ese estribillo la familia se vuelve loca. Antes los padres empezaban a ahorrar desde el mis­mo día del nacimiento para que, llegada la edad de ensueño, la niña tuviera todo lo que se merece y, que casi siempre, ellos no pudieron tener.
Fiesta “con todos los hierros”, fotos, videos…, era lo más usado en mis tiempos. Todavía no se había inventado el vals con las quince parejas, los coreógrafos, los maquillistas profesionales, los organizadores de fiestas, las proyecciones, las invitaciones caras, los llaveritos o los afiches de tamaño natural que, sin consideración a los pobres familiares, ofrecen los fotógrafos a las entusiastas damitas…, y aun así había que estar preparado para el susto a la cartera.
Pero incluso con todo lo anterior, los 15 se viven solo una vez, y ese mismo estribillo que pone a correr a, por lo menos, dos generaciones de cuentas bancarias, es un consuelo, porque de la boda, se dice, ya se ocuparán los novios.
Yo estaba preparada, o eso creía, y como todas las madres que me precedieron, me dediqué a engordar el “puerquito”. Tenía tiempo suficiente, o eso creía.
Porque uno concibe un hijo por amor, un amor que no te abandona así dures mil años. Un amor que te hace brincar en las noches al llanto mínimo, y renunciar a las cosas que te gustan para que tu retoño tenga las que le gustan, endeudarte por cuatro vidas si es necesario con tal de que nada le falte, incluidos sus cumpleaños, sus quince, sus graduaciones…
Pero resulta que ahora se han multiplicado las celebraciones. Den­tro de 12 meses, mi pequeña hija cumplirá cinco años y, según la última moda, me corresponde organizarle sus miniquince con traje de largo, y peinados altos, con maquillaje, con fotos en poses de princesa, de muñeca barbie, y fiesta.
Y dentro de otros cinco años mi peque tendrá diez, y según la gente, le toca la hora a los prequince, algo así como los preinfartos del miocardio antes de que el corazón decida partirse de una vez con la llegada de esos que, hasta que no se invente otra cosa, todavía suceden solo una vez.
En el segundo engendro, de nue­vo los trajes de fantasía ajustados a los pequeños cuerpos que, me imagino, sufren como pueden el roce de las telas, los zapatos, los moños y los bucles, el fijador que te hace estornudar y los polvos que se quedan por semanas aferrados a las aletas de la nariz, el maquillaje abrazándoles los rostros que no lo necesitan, porque solo falta una sonrisa para ver resplandecer a un niño.
Dicen que los fotógrafos fueron los inventores de estos “escalones” a los quince. Y que algunos padres con recursos pagaron el capricho y desde ahí se fue extendiendo, y se con­virtió de un lujo para quie­nes se lo pueden permitir, en un listón que todas las niñas desean poder saltar…, pero no es su origen lo importante.
Como en una lucha de poder, las niñas se pasan sus fotos y se miden, se comparan, son comparadas…, y las convenciones, los estereotipos, las poses hacen lo suyo en edades en las que, en otros tiempos, el horizonte no llegaba más lejos que los pies.
Se adelanta, en la edad de nuestros hijos, ese concepto de “no quedarse atrás” o “ser menos que na­die” con relación a lo que se posee, a lo que se puede poseer, e invariablemente mostrar como sello de éxito, mientras otros “escalafones” más perecederos, aunque invisibles, van quedándose detrás.
No es el costo en dinero, a los pa­dres, lo más preocupante: es el cos­to al imaginario de nuestros niños y niñas lo que realmente me alarma: la necesidad de alhajas para sentirse hijo querido y apreciado, la ur­gencia de seguir el ritmo frenético de una moda para valorarse padre amante y preocupado.
De todas formas, no los critico. Cada cual es dueño de su vida y guardián de la de sus hijos. Yo, por tanto, guardaré mis ahorros para esos quince que sí pasan una sola vez en la vida y esperaré, cuando llegue el momento, que mi hija sepa entenderme.
*Periodista del semanario Venceremos

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