miércoles, 17 de abril de 2019

Tiempos de fundación Por: Graziella Pogolotti

24 MARZO /2019


Carteles de filmes cubanos.
Con un inmenso respaldo popular, la Revolución llegó al poder libre de compromisos que la ataran a los desmanes de la política del pasado. Los tenía tan solo con el pueblo y con una historia de independencia mutilada, de inequidad y frustración de un proyecto republicano delineado en un batallar contra el dominio colonial que prosiguió en el siglo XX, a lo largo del cual se forjó un imaginario que alentaba sueños y aspiraciones.
Al arribar a los 60 años de aquella victoria y volver la mirada hacia atrás para valorar un recorrido lleno de obstáculos, la arrancada se perfila como un tiempo de fundación. El nacimiento del ICAIC, el 24 de marzo de 1959, colmó muchas expectativas y contribuyó, simbólicamente, a definir el rumbo que tomaría la política cultural revolucionaria.
Las primeras salas de cine se habían abierto entre nosotros casi inmediatamente después de la aparición del nuevo invento. Aparente representación de la realidad  percibida a través del ojo de la cámara, abría las ventanas hacia un universo ilusorio.
Al principio, la imagen mítica de sus grandes días llegaba de Europa. Luego, con la Primera Guerra Mundial, su centro emisor se desplazó hacia Hollywood. Muy pronto sedujo a las grandes mayorías. Con la sustitución del silente por el sonoro apareció un sector del público que se acomodaba mejor a seguir el curso de la narración en español.
La distribución comercial sirvió entonces de base a una producción procedente de México con soporte de corrido y el perfil machista de algunos de sus personajes más reconocidos, así como de la Argentina, consecuente con la gran expansión del tango. Era, sin duda, la expresión artística que por su alcance, su capacidad innovadora y comunicativa configuraba decisivamente la cultura del siglo XX.
Nosotros, los cubanos, pertenecíamos a esa parte de la humanidad condenada, por la falta de respaldo industrial y por nuestra subalternidad dependiente y periférica, a la condición de meros receptores de historias contadas en otras partes. Las pantallas mostraban un universo ancho y, en gran medida, ajeno. Necesitábamos también reconocernos en nuestra voz, nuestra imagen, nuestra sonoridad y nuestros conflictos.
La generación nacida alrededor de los años 30 estaba poblada de cinéfilos y aspirantes a cineastas. Aparecieron los cineclubs y el cine adquirió rango académico en la escuela de verano de la Universidad de La Habana. El tema convocaba al estudio y a la formulación de un pensamiento teórico. En espera de las posibilidades de hacer, ambos fueron madurando en la década del 50.
La Revolución entregó los recursos necesarios. Había que producir con rapidez y eficiencia. Solo Tomás Gutiérrez Alea y Julio García Espinosa habían pasado por un aprendizaje en Roma. Los nuevos cineastas, directores, encargados de la fotografía, sonidistas, productores, todo el equipo técnico oculto tras el resultado final, se formaron sobre la marcha, a través de la realización de documentales y de largometrajes de ficción.
También se fue desarrollando un intenso debate intelectual, animado por el intercambio entre teoría y práctica, por el análisis de las tendencias que dominaban la contemporaneidad, por la relación entre los nuevos lenguajes y la creación artística, y por los desafíos impuestos en un proceso descolonizador.
Investigaron zonas poco exploradas de nuestra realidad, afrontaron la construcción de un relato histórico, plantearon en términos críticos los problemas que entorpecían el crecimiento de un proyecto socialista. Elaboraron, además, un pensamiento original en torno a la relación entre la obra y su destinatario, considerado factor activo en una dialéctica de la creación, nunca consumidor pasivo de un mensaje didáctico y adormecedor. Reaccionaron contra cualquier intento de subestimación del sujeto, potencialmente autocrítico, que ocupaba una butaca en la sala oscura y el que se estaba entrenando en las regiones remotas, carentes de electricidad, donde ese espectáculo estaba llegando por primera vez.
Esencialmente comprometidos con las ideas de la Revolución, se interrogaron acerca del diálogo entre cultura y sociedad con el propósito de encarrilar sus búsquedas en la misma dirección, sin acudir a fórmulas simplonas, sin eludir los desafíos de la complejidad y sin desmedro de la calidad artística.
El sexagésimo aniversario del ICAIC coincide con el centenario del nacimiento de Santiago Álvarez, innovador de las fórmulas comunicativas del noticiero y el documental. En el primer caso, estábamos acostumbrados a recibir una información plana, reseña inocua del desfile de los acontecimientos. Santiago propuso al espectador un acercamiento comprometido y crítico de la realidad, mediante el empleo del montaje y de una dialéctica contrastante entre el sonido y la imagen.
El instrumental artístico de la contemporaneidad se puso al servicio del empeño por sacar al espectador de la modorra, de activar la inteligencia y la sensibilidad y hacerlo partícipe del descubrimiento del trasfondo oculto tras los sucesos más significativos de la época. La aventura del conocimiento se sustentaba en el disfrute de la obra hecha con rigor y sin concesiones.
El cine cubano se adentró en la investigación del complejo entramado de la Isla. América Latina, entendida como patria grande, fue su referente inmediato. Estableció un vínculo orgánico con los cineastas que emergían en nuestro ámbito mayor. Con esas premisas, auspició la formación de un público que, todavía hoy, seis décadas más tarde, inclina su preferencia a la obra de nuestros creadores.

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